DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO A

PRIMERA LECTURA

En el pecado, das lugar al arrepentimiento
Lectura del libro de la Sabiduría 12, 13. 16-19

Fuera de ti, no hay otro d ¡os al cuidado de todo, ante quien tengas que justificar tu sentencia. Tu poder es el principio de la justicia, y tu soberanía universal te hace perdonar a todos. Tú demuestras tu fuerza a los que dudan de tu poder total, y reprimes la audacia de los que no lo conocen. Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia, porque puedes hacer cuanto quieres. Obrando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento.
Palabra de Dios.
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Salmo responsorial
Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16a (R.: 5a)
R. Tú, Señor, eres bueno y clemente.

Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica. R.
Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios.» R.
Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. R.
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SEGUNDA LECTURA
El Espíritu intercede con gemidos inefables
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 26-27

Hermanos:
El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.
Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.

Palabra de Dios.
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Aleluya Cf. Mt 11, 25

Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado los secretos del reino a la gente sencilla.
EVANGELIO

Dejadlos crecer juntos hasta la siega

Lectura del santo evangelio según san Mateo 13, 24-43

En aquel tiempo, Jesús propuso otra- parábola a la gente:

-«El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo:
“Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”
Él les dijo:
“Un enemigo lo ha hecho.”

Los criados le preguntaron:
“¿Quieres que vayamos a recogerla?
Pero él les respondió:

“No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores:
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Les propuso esta otra parábola:

-«El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola:

-«El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada.
Así se cumplió el oráculo del profeta:

«Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó:

-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga. »

Palabra de Dios


 

Decimosexto domingo del Tiempo Ordinario A

CEC 543-550: el Reino de Dios

543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (Cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (Cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).

544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; Cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (Cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (Cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (Cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (Cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (Cf. Mt 25, 31-46).

545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17; Cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (Cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (Cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino(Cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (Cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (Cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (Cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (Cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11). Para los que están “fuera” (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (Cf. Mt 13, 10-15).

Los signos del Reino de Dios

547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos “milagros, prodigios y signos” (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (Cf., Lc 7, 18-23).

548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (Cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (Cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (Cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (Cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (Cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (Cf. Mc 3, 22).

549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (Cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (Cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (Cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (Cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (Cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (Cf. Mt 12, 26): “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (Cf. Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: “Regnavit a ligno Deus” (“Dios reinó desde el madero de la Cruz”, himno “Vexilla Regis”).

CEC 309-314: la bondad de Dios y el escándalo del mal

309 Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

310 Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder Infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (Cf. S. Tomás de A., s. th. I, 25, 6). Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección (Cf. S. Tomás de A., s. gent. 3, 71).

311 Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral, (Cf. S. Agustín, lib. 1, 1, 1; S. Tomás de A., s. th. 1-2, 79, 1). Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien:
Porque el Dios Todopoderoso… por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si El no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal (S. Agustín, enchir. 11, 3).

312 Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios… aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir… un pueblo numeroso” (Gn 45, 8;50, 20; Cf. Tb 2, 12-18 Vg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (Cf. Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.

313 “Todo coopera al bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así Santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (dial.4, 138).
Y Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que El quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor” (carta).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firmemente en la fe y creer con no menos firmeza que todas las cosas serán para bien…” “Thou shalt see thyself that all MANNER of thing shall be well” (rev. 32).

314 Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (Cf. Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
CEC 825, 827: la mala hierba y la semilla del Evangelio en cada uno de nosotros y en 825 “La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: “Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre” (LG 11).

827 “Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación” (LG 8; Cf. UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (Cf. 1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (Cf. Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación:
La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (SPF 19).

CEC 1425-1429: la necesidad de una conversión continua

1425 “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquél que “se ha revestido de Cristo” (Ga 3,27). Pero el apóstol S. Juan dice también: “Si decimos: `no tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: “Perdona nuestras ofensas” (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

1426 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho “santos e inmaculados ante él” (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es “santa e inmaculada ante él” (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (Cf. DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (Cf. DS 1545; LG 40).

III LA CONVERSIÓN DE LOS BAUTIZADOS

1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (Cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (Cf. Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (Cf. 1 Jn 4,10).

1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (Cf. Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: “¡Arrepiéntete!” (Ap 2,5.16).
S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, “existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia” (Ep. 41,12).

CEC 2630: la oración de petición habla profundamente a través del Espíritu Santo

2630 El Nuevo Testamento no contiene apenas oraciones de lamentación, frecuentes en el Antiguo. En adelante, en Cristo resucitado, la oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que S. Pablo llama el gemido: el de la creación “que sufre dolores de parto” (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera “del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rm 8, 23-24), y, por último, los “gemidos inefables” del propio Espíritu Santo que “viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26).

 


 

Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Juan Pablo II, papa
Ángelus (22-07-1984): Que el Reino crezca en nosotros
Domingo 22 de julio del 1984.

En la liturgia de este domingo la Iglesia nos recuerda la parábola con la que Jesucristo habló del reino de Dios.
“El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza… se parece a la levadura…” (Mt 13, 31-33).
El reino de los cielos se puede comparar a un campo en el que se siembra buena semilla, pero un enemigo siembra cizaña en medio del buen trigo. El amo deja que uno y otra crezcan juntos hasta la siega (cf. Mt 13, 24-30).
Recordando esta enseñanza la Iglesia nos invita a encontrar nuestro puesto en el reino de Dios y actuar de manera que crezca en cada uno de nosotros.
Por ello nos enseña a rezar.
En efecto, el reino de Dios crece en nosotros, ante todo, mediante la oración. En la plegaria, la debilidad del hombre se encuentra con el poder de Dios.
“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inenarrables. El que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu y que su intercesión por los santos es según Dios” (Rom. 8, 26-27). Así escribe San Pablo a los Romanos.
¡Ninguno de los hombres, ninguno de los santos, ha rezado tan intensamente en el Espíritu Santo como María!
Cuando rezamos el “Angelus Domini” rezamos en unión con Ella.
¡Que el Espíritu Santo, por intercesión de la Virgen Santísima, su Templo Inmaculado, sostenga nuestra plegaria a fin de que mediante ella se acerque el reino de Dios a nosotros y a todo lo creado!

 

Homilía (19-07-1987): Tres enseñanzas de esta palabra.
Domingo XVI del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Palazzo Apostolico di Castel Gandolfo.
Domingo 19 de julio del 1987.

«¡Tú, oh Señor, eres bueno, y nos perdonas!».
1. La invocación, que repetimos recitando el salmo responsorial, es de gran consuelo y profunda alegría para nosotros: reconocemos de hecho nuestra fragilidad y nuestra debilidad como criaturas amenazadas por el mal, pero también consideramos la bondad y la misericordia supremas de Dios, quien ve nuestra miseria y arrepentimiento, y nos perdona: «¡Señor, Dios de misericordia, Dios compasivo y fiel, vuelvete hacia mí y ten piedad!» (Sal 86).
Con este sentimiento de inmensa confianza en Dios, que nos ama y nos perdona, os ofrezco a todos, queridos hermanos y hermanas, que servís en las Villas Pontificias, mi más cordial saludo, comenzando mi habitual estancia de verano… Estoy muy contento de veros nuevamente y celebrar esta Santa Misa con vosotros y por vosotros: el Señor os recompense con su infinita amabilidad, mientras que por mi parte os aseguro mi constante recuerdo en la oración.
2. Las lecturas, que la liturgia de este decimosexto domingo durante el año propone para nuestra meditación, ciertamente contienen el núcleo más profundo y más esclarecedor de todo el mensaje cristiano.
De hecho, lo que más atormenta a la inteligencia humana es la presencia del mal en la historia, su origen y su propósito; solo respondiendo estas preguntas puede el hombre sacar luz para la solución del problema de su existencia.
Jesús, con la parábola del buen trigo y la cizaña, que él mismo interpretó y explicó, revela la razón y el significado de esta trágica realidad.
En primer lugar, afirma claramente que existe el mal, está presente y es dinámico en la historia de los hombres. Sin embargo, no puede provenir de Dios, el creador, que por esencia es el bien infinito y eterno.
Dios es el sembrador del buen trigo; primero con la creación misma, que es radical y metafísicamente positiva, y luego con la Redención, porque «el que siembra la buena semilla es el hijo del hombre. La buena semilla son los hijos del reino». El mal proviene del «enemigo» y de quienes lo siguen: «La cizaña son los hijos del maligno y el enemigo que la sembró es el diablo».
Aquí nos enfrentamos con la libertad que Dios le ha dado a las criaturas racionales: esta es la realidad más sublime y más trágica porque, mal utilizada, es la causa de la germinación de la cizaña en la vida del individuo y en la historia de la humanidad.
El drama de la historia consiste precisamente en esta coexistencia del buen trigo con la cizaña hasta el final de la historia, hasta la cosecha: hoy no es posible pensar la historia humana sin cizaña; es decir, como dice el mismo Jesús, no es posible erradicar totalmente la cizaña porque está mezclada con lo bueno.
La cizaña vive y crece en el mundo; pero el buen trigo también vive y prospera; el grano de mostaza también crece y se desarrolla, hasta convertirse en un árbol frondoso y hospitalario; también la levadura del bien escondida en la humanidad crece y fermenta.
Con extrema simplicidad, pero con suprema autoridad, Jesús nos hace comprender que toda la historia humana, por larga y problemática que sea, tiene como cumbre la «cosecha» final: lo que realmente importa no es la historia que pasa, sino la eternidad que nos espera.
Por lo tanto, de las lecturas litúrgicas debemos derivar tres directivas fundamentales para nuestra vida:
– debemos esforzarnos por ser trigo bueno y sembrar trigo bueno continuamente, eliminando todo lo que pueda causar daño, confusión mental, mal ejemplo, instigación al mal; más aún, debemos esforzarnos por que la cizaña se convierta en buen trigo en la medida de lo posible. Todos tenemos un gran ideal y una empresa magnífica para lograr;
– debemos escuchar atenta y escrupulosamente las inspiraciones que el Señor nos hace sentir acerca de nuestra vida, que se nos dan solo en la perspectiva de la felicidad eterna. Es fácil y natural en nuestras oraciones insistir más bien en intereses temporales y terrenales. Pero, como dice San Pablo en la segunda lectura de la Misa, «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque ni siquiera sabemos pedir como conviene». Y por lo tanto, «el Espíritu mismo intercede insistentemente por nosotros, con gemidos inefables; y el que escudriña los corazones sabe cuáles son los deseos del Espíritu» (Rom 8, 26-27);
– finalmente, siempre debemos mantener viva y ferviente la fe en el Señor, porque, como dice el Libro de la Sabiduría, Dios juzga con mansedumbre y gobierna con gran indulgencia (cf. Sab 12, 16).
Que la Santísima Virgen, a quien os encomiendo a todos, especialmente en este período de verano, os ayude y os ilumine para que podáis comprender cada vez más profundamente las enseñanzas del Evangelio, en las cuales se encuentra la respuesta satisfactoria a todas las preguntas del corazón. Que en cada día de este «Año Mariano» resplandezca vuestra devoción a nuestra Madre del Cielo.

 

Homilía (22-07-1990): ¿Por qué no se puede arrancar la cizaña ahora?
XVI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Santa Misa en Castel Gandolfo.
Domingo 22 de julio del 1990.

1. La liturgia de este domingo, como hemos escuchado, llama a todos a una fuerte reflexión: de hecho, la parábola de la buena semilla y la cizaña, que Jesús mismo ha querido explicar, expresa el verdadero y único significado de la historia humana.
Jesús declara abiertamente que, desafortunadamente, están los «obradores de iniquidad», los «hijos del maligno» que siembran la cizaña en el transcurso del tiempo: esta siembra dramática y terrible está ante nuestros ojos, como lo ha estado en el pasado. Sin lugar a dudas, la libertad es un valor positivo, que otorga a la persona humana su dignidad, siendo creada a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto se le da esa libertad para conocer, amar y servir a Dios y al prójimo, mereciendo así la felicidad eterna e infinita. Del uso negativo de la libertad surge la cizaña, que no puede ser erradicada del campo, porque la libertad no puede ser eliminada. Aquí está realmente el drama. ¡Aquí también se encuentra el misterio de la historia humana! Dios creó al hombre libre para hacerlo digno de su naturaleza y felicidad eterna. En el campo de la historia debemos ser el «buen grano», utilizando la libertad de una manera positiva y constructiva, de acuerdo con los designios del Dios Creador y las directivas salvadoras de la ley moral.
2. La parábola misma y las otras lecturas propuestas por la liturgia de hoy nos dicen que el bien y el mal, el trigo y la cizaña, coexisten y crecen juntos en el campo de la historia, hasta su final. Ciertamente, la historia concluirá y luego tendrá lugar la separación definitiva entre aquellos que habrán querido ser trigo y aquellos que optaron por ser y sembrar cizaña. Jesús dice: «La cosecha representa el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Así como la cizaña se recoge y se quema en el fuego, así será en el fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, quienes reunirán todos los escándalos y todos los trabajadores de la iniquidad de su reino y los arrojarán al horno de fuego donde habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 41-43). No podemos dejar de ver que son palabras muy fuertes; son palabras severas, pero también son muy consoladoras, consoladoras si nos hacen reflexionar: aquí estamos todos, cada uno somos criaturas de Dios y debemos someternos a su voluntad, someternos humildemente, pero sobre todo someternos amorosamente. Ambas condiciones, humilde y amorosamente, siempre van juntas.
3. Durante el desarrollo de la historia, y por lo tanto prácticamente durante el tiempo de nuestra existencia terrenal, ¡siempre debemos esforzarnos por ser el buen trigo! Ciertamente, la cizaña, con su difusión, impresiona y asusta. Y, sin embargo, Jesús afirma, nuevamente, que el reino de los cielos, al principio tan pequeño como una semilla de mostaza, se ha expandido y se ha convertido en un árbol grande: el árbol de la Iglesia, el árbol de la gracia, que invita a todos a la Verdad y acoge a todos; el reino de los cielos es como la levadura, escondido en la masa, que mantiene vivo el bien y lo hace fermentar en nuestras almas.
Por muy vasto y violento que sea el trabajo de la cizaña, nunca debemos desanimarnos, porque el reino de los cielos está entre nosotros, está en nuestras almas a través de la gracia santificante, a través de la gracia sacramental, también a través del Magisterio auténtico y perenne de la Iglesia, Magisterio que nos guía e ilumina a través del ejemplo de los santos y las buenas inspiraciones que el Señor mismo nos otorga. Ser «buena semilla» y «sembrar buena semilla» en el campo de la historia es una gran dignidad y un ideal supremo que hace que la vida cristiana, sea humana, sea bella y responsable; da serenidad y entusiasmo, da consuelo y descanso, especialmente en los momentos más difíciles y en las decisiones más importantes.
4. He aquí la parábola de la buena semilla y la cizaña; esta parábola destaca el drama y el misterio de la historia, en la que el hombre actúa, y en la que también actúa la libre voluntad creadora y redentora de Dios y actúa la libre voluntad del hombre.
En las dificultades y complicaciones de la vida, San Pablo escribió a los romanos: «El espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque ni siquiera sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu intercede constantemente por nosotros, con gemidos inefables» (Rom 8, 26-27). Así, el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad.
Después de esta reflexión sobre la Palabra de Dios en la liturgia dominical de hoy, nos preparamos para confesar nuestra fe recitando el Credo.

 

Benedicto XVI, papa
Ángelus (17-07-2011): El cielo es mucho más
Domingo 17 de julio del 2011.

Las parábolas evangélicas son breves narraciones que Jesús utiliza para anunciar los misterios del reino de los cielos. Al utilizar imágenes y situaciones de la vida cotidiana, el Señor «quiere indicarnos el verdadero fundamento de todas las cosas… Nos muestra… al Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano» (Jesús de Nazaret I, Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, La esfera de los libros, 2007, p. 233). Con este tipo de discursos, el divino Maestro invita a reconocer ante todo la primacía de Dios Padre: donde no está él, nada puede ser bueno. Es una prioridad decisiva para todo. Reino de los cielos significa, precisamente, señorío de Dios, y esto quiere decir que su voluntad se debe asumir como el criterio-guía de nuestra existencia.
El tema contenido en el Evangelio de este domingo es precisamente el reino de los cielos. El «cielo» no se debe entender sólo en el sentido de la altura que está encima de nosotros, pues ese espacio infinito posee también la forma de la interioridad del hombre. Jesús compara el reino de los cielos con un campo de trigo para darnos a entender que dentro de nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene una fuerza vital que no puede suprimirse. A pesar de todos los obstáculos, la semilla se desarrollará y el fruto madurará. Este fruto sólo será bueno si se cultiva el terreno de la vida según la voluntad divina. Por eso, en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), Jesús nos advierte que, después de la siembra del dueño, «mientras todos dormían», intervino «su enemigo», que sembró la cizaña. Esto significa que tenemos que estar preparados para custodiar la gracia recibida desde el día del Bautismo, alimentando la fe en el Señor, que impide que el mal eche raíces. San Agustín, comentando esta parábola, observa que «muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio» (Quaest. septend. in Ev. sec. Matth., 12, 4: pl 35, 1371).
Queridos amigos, el libro de la Sabiduría, del que está tomada la primera lectura de hoy, subraya esta dimensión del Ser divino. Dice: «pues fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo… porque tu fuerza es el principio de la justicia y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos» (Sb 12, 13.16). Y el Salmo 85 lo confirma: «Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (v. 5). Por tanto, si somos hijos de un Padre tan grande y bueno, ¡tratemos de parecernos a él! Este era el objetivo que Jesús se proponía con su predicación. En efecto, decía a quienes lo escuchaban: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Dirijámonos con confianza a María, a quien ayer invocamos con la advocación de Nuestra Señora del Carmen, para que nos ayude a seguir fielmente a Jesús, y de este modo a vivir como verdaderos hijos de Dios.

 

Francisco, papa
Ángelus (20-07-2014): El mal en el mundo y la espera de Dios.
XVI Domingo del Tiempo Ordinario (Año A).
Domingo 20 de julio del 2014.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos domingos la liturgia propone algunas parábolas evangélicas, es decir, breves narraciones que Jesús utilizaba para anunciar a la multitud el reino de los cielos. Entre las parábolas presentes en el Evangelio de hoy, hay una que es más bien compleja, de la cual Jesús da explicaciones a los discípulos: es la del trigo y la cizaña, que afronta el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mt 13, 24-30.36-43). La escena tiene lugar en un campo donde el dueño siembra el trigo; pero una noche llega el enemigo y siembra la cizaña, término que en hebreo deriva de la misma raíz del nombre «Satanás» y remite al concepto de división. Todos sabemos que el demonio es un «sembrador de cizaña», aquel que siempre busca dividir a las personas, las familias, las naciones y los pueblos. Los servidores quisieran quitar inmediatamente la hierba mala, pero el dueño lo impide con esta motivación: «No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo» (Mt 13, 29). Porque todos sabemos que la cizaña, cuando crece, se parece mucho al trigo, y allí está el peligro que se confundan.
La enseñanza de la parábola es doble. Ante todo dice que el mal que hay en el mundo no proviene de Dios, sino de su enemigo, el Maligno. Es curioso, el maligno va de noche a sembrar la cizaña, en la oscuridad, en la confusión; él va donde no hay luz para sembrar la cizaña. Este enemigo es astuto: ha sembrado el mal en medio del bien, de tal modo que es imposible a nosotros hombres separarlos claramente; pero Dios, al final, podrá hacerlo.
Y aquí pasamos al segundo tema: la contraposición entre la impaciencia de los servidores y la paciente espera del propietario del campo, que representa a Dios. Nosotros a veces tenemos una gran prisa por juzgar, clasificar, poner de este lado a los buenos y del otro a los malos… Pero recordad la oración de ese hombre soberbio: «Oh Dios, te doy gracias porque yo soy bueno, no soy como los demás hombres, malos…» (cf. Lc 18, 11-12). Dios en cambio sabe esperar. Él mira el «campo» de la vida de cada persona con paciencia y misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve también los brotes de bien y espera con confianza que maduren. Dios es paciente, sabe esperar. Qué hermoso es esto: nuestro Dios es un padre paciente, que nos espera siempre y nos espera con el corazón en la mano para acogernos, para perdonarnos. Él nos perdona siempre si vamos a Él.
La actitud del propietario es la actitud de la esperanza fundada en la certeza de que el mal no tiene ni la primera ni la última palabra. Y es gracias a esta paciente esperanza de Dios que la cizaña misma, es decir el corazón malo con muchos pecados, al final puede llegar a ser buen trigo. Pero atención: la paciencia evangélica no es indiferencia al mal; no se puede crear confusión entre bien y mal. Ante la cizaña presente en el mundo, el discípulo del Señor está llamado a imitar la paciencia de Dios, alimentar la esperanza con el apoyo de una firme confianza en la victoria final del bien, es decir de Dios.
Al final, en efecto, el mal será quitado y eliminado: en el tiempo de la cosecha, es decir del juicio, los encargados de cosechar seguirán la orden del patrón separando la cizaña para quemarla (cf. Mt 13, 30). Ese día de la cosecha final el juez será Jesús, Aquél que ha sembrado el buen trigo en el mundo y que se ha convertido Él mismo en «grano de trigo», murió y resucitó. Al final todos seremos juzgados con la misma medida con la cual hemos juzgado: la misericordia que hemos usado hacia los demás será usada también con nosotros. Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos ayude a crecer en paciencia, esperanza y misericordia con todos los hermanos.

 

Ángelus (23-07-2017): La paciencia de Dios, también conmigo.
Domingo XVI del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Domingo 23 de julio del 2017.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página evangélica de hoy propone tres parábolas con las cuales Jesús habla a las masas del Reino de Dios. Me detengo en la primera: la del grano bueno y la cizaña , que ilustra el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mateo 13, 24-30. 36-43). ¡Cuánta paciencia tiene Dios! También cada uno de nosotros puede decir esto: «¡Cuánta paciencia tiene Dios conmigo!». La narración se desarrolla en un campo con dos protagonistas opuestos.
Por una parte el dueño del campo que representa a Dios y esparce la semilla buena; por otra el enemigo que representa a Satanás y esparce la hierba mala. Con el pasar del tiempo, en medio del grano crece también la cizaña y ante este hecho el dueño y sus siervos tienen actitudes distintas. Los siervos querrían intervenir arrancando la cizaña; pero el dueño, que está preocupado sobre todo por salvar el grano, se opone diciendo: «no, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo» (v. 29). Con esta imagen, Jesús nos dice que en este mundo el bien y el mal están tan entrelazados, que es imposible separarlos y extirpar todo el mal. Solo Dios puede hacer esto, y lo hará en el juicio final. Con sus ambigüedades y su carácter complejo, la situación presente es el campo de la libertad, el campo de la libertad de los cristianos, en el cual se cumple el difícil ejercicio del discernimiento entre el bien y el mal. Y en este campo se trata entonces de combinar, con gran confianza en Dios y en su providencia, dos actitudes aparentemente contradictorias: la decisión y la paciencia . La decisión es la de querer ser buen grano —todos lo queremos—, con todas nuestras fuerzas, y entonces alejarse del maligno y de sus seducciones. La paciencia significa preferir una Iglesia que es levadura en la pasta, que no teme ensuciarse las manos lavando las ropas de sus hijos, antes que una Iglesia de «puros», que pretende juzgar antes del tiempo quién está en el Reino y quién no.
El Señor, que es la Sabiduría encarnada, hoy nos ayuda a comprender que el bien y el mal no se pueden identificar con territorios definidos o determinados grupos humanos: «Estos son los buenos, estos son los malos». Él nos dice que la línea de frontera entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada persona, pasa por el corazón de cada uno de nosotros, es decir : todos somos pecadores. Me gustaría preguntaros: «quien no es pecador levante la mano». ¡Nadie! Porque todos lo somos, todos somos pecadores. Jesucristo, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos da la gracia de caminar en una vida nueva; pero con el Bautismo nos ha dado también la Confesión, porque siempre necesitamos ser perdonados por nuestros pecados. Mirar siempre y solamente el mal que está fuera de nosotros, significa no querer reconocer el pecado que está también en nosotros.
Y luego Jesús nos enseña un modo diverso de mirar el campo del mundo, de observar la realidad. Estamos llamados a aprender los tiempos de Dios —que no son nuestros tiempos— y también la «mirada» de Dios: gracias al influjo benéfico de una trepidante espera, lo que era cizaña o parecía cizaña, puede convertirse en un producto bueno. Es la realidad de la conversión. ¡Es la perspectiva de la esperanza!
La Virgen María nos ayude a percibir en la realidad que nos rodea no solo la suciedad y el mal, sino también el bien y lo bonito; a desenmascarar la obra de Satanás, pero sobre todo a confiar en la acción de Dios que fecunda la historia.